Un día 1 DE JUNIO de 1906, Porfirio Díaz ordena la matanza de los mineros de Cananea, Sonora y otorga permiso a los empresarios estadounidenses para disparar contra los trabajadores en huelga y sus familias.
Ante la incapacidad del ejército para masacrar a más de seis mil mineros desarmados, el gobierno mexicano permite la entrada del grupo paramilitar fronterizo “Rangers”, encargado de perseguir y asesinar a los trabajadores sublevados.
La huelga de los mineros de Cananea, al igual que la de los obreros textiles de Río Blanco, Veracruz, fue organizada por los anarquistas del Partido Liberal Mexicano por lo que su fundador, Ricardo Flores Magón, publicó sobre la masacre:
“CANANEA 1° DE JUNIO DE 1906
La sola evocación de ese nombre y de esa fecha, hace que manos trémulas por la indignación busquen impacientes el fusil, para apuntarlo contra un gobierno de asesinos y traidores. ¡Cananea! ¿quién ignora lo que ocurrió en Cananea el 1° de junio de 1906?
Los mineros trabajaban todo el día, y no era un trabajo humano aquel: era un trabajo de bestia de carga. Los riñones sudaban sangre; los pulmones, fatigados, se hinchaban hasta querer romper el tórax. Era necesario llenar una carretilla y luego otra y otra más. Había que llenar cien, había que llenar mil. En la penumbra, el pico caía con cólera sobre la roca desgajada por el barreno; la pala hendía su hoja en el rico cascajo y llenaba una carretilla, llenaba cien, llenaba mil, sin descanso, sin tregua. Los mineros sudaban en las entrañas de la tierra, sepultados en vida; pero menos felices que los muertos, tenían que trabajar, que trabajar duro como presidiario, para que sus amos se embriagasen con champagne y arrastrasen su ocio en ricos automóviles.
Molidos, derrengados, jadeantes, alcanzado el maximum de resistencia, llegado al límite de que el músculo se sustrae al imperio de la voluntad, salían aquellos hombres de su sepultura, tardo el paso, colgantes los nobles brazos, caída sobre el pechos la abrumada cabeza, pisando con rabia la tierra dura y cruel.
En sus hogares los esperaba la tristeza, a ellos que venían de las tinieblas, a ellos que venían de un infierno. Los niños, sin abrigos, tiritaban de frío y pedían pan. La compañera, abnegada, tiritaba también. Todo lo que tenía algún valor había ido a parar a la casa del gachupín. En la tienda de la compañía todo costaba el doble, el triple y aún el cuádruplo de los precios corrientes en el mercado y a esa tienda era preciso ir a comprarlo todo. Había miseria, había hambre, había duelo en los hogares de esa gente laboriosa y honrada. Había lujo, había derroche, había alegría desenfrenada y loca en los hogares de los amos, de los que no habían tocado una pala, de los que ignoraban cómo se maneja el pico, de los que no sudaban cargando el negro mineral, de los que no sabían hacer otra cosa que beber buenos vinos, manchar hermosas mujeres, habitar regios palacios y tender sus inútiles cuerpos en lechos de príncipe.
No era posible sufrir más aquello. Era indudable que sobre los mineros pesaba una monstruosa injusticia. Ellos trabajaban, sudaban, se consumían de fatiga y a duras penas conseguían para comer y alimentar a sus familias, mientras los amos sin trabajar, sin sudar, vivían en la opulencia, las apesadumbradas cabezas comenzaron a pensar. Los periódicos del pueblo eran leídos con avidez y pasaban de mano en mano dejando en los corazones consuelo y fuerza y esperanza.
Por ellos se sabía que todos tenían derecho a la felicidad. Las doloridas cabezas que antes necesitaban el alcohol de las vinaterías para soñar, ahora buscaban el sueño en las líneas apretadas de la Prensa Libre. Se operaba una reacción saludable. La resignación huía de aquellos campos al soplo de la prensa rebelde. Ya no salían de las minas, después del trabajo las criaturas taciturnas de brazos caídos y tardo caminar. Las cabezas se erguían altivas sobre los hombros poderosos y los rostros irradiaban una luz fuerte y sana, la del entusiasmo. ¡Oh, magia de la Prensa!
Las cabezas pensaban. Era necesario trabajar menos: ocho horas a los sumo, y ganar más: cinco pesos por las ocho horas, cuando menos. La pretensión era modesta, era humilde si se tiene en cuenta que el trabajo de cada hombre producía de veinticinco a treinta pesos diarios a los holgazanes amos.
Después de pensarlo bien, los esclavos decidieron pedir cinco pesos diarios y ocho horas de trabajo. El amo oyó la petición, tosió, escupió, se encogió de hombros y dijo: “sólo el Gobierno puede resolver sobre este asunto”.
El Gobierno ha ordenado a los capitalistas que no paguen buenos salarios al trabajador mexicano, porque el bienestar dignifica y ennoblece al hombre, y un pueblo de hombres dignos no soporta tiranías.
Se declaró la huelga. Nadie volvería a entrar a las minas a trabajar, ya que las familias de los trabajadores se pudrían en la miseria para que engordasen y gozasen de la vida las familias de los que no sudaban. Seis mil hombres dejaron caer la herramienta, animados por la esperanza de que arrepentidos los amos atenderían sus reclamaciones. Vana esperanza. Los amos armaron a sus lacayos y asesinaron al pueblo. El Gobierno, por su parte, mandó soldados a que hicieran lo mismo y cobarde y traidor, toleró que forajidos extranjeros violasen las leyes de neutralidad para ir a exterminar a los mineros mexicanos.
La sangre proletaria, la misma generosa sangre que ennobleció con su púrpura los baluartes de Cuautla, las arenas del Puente de Calderón y los muros de la Alhóndiga de Granaditas; la brava sangre que bebió sedienta la ingrata tierra de Churubusco y Molino del Rey; la sangre insigne que en Calpulalpan se desposó con la gloria y en Puebla se hizo inmortal; la noble sangre de la plebe que libró a México de las garras del león de Castilla y del águila flordelisada de las Tullerías; las sangre heroica que se atrevió a oponerse al empuje arrollador de la rubia águila de Washington; esa sangre generosa, brava, insigne, noble, heroica, salpicó sin gloria los guijarros de Cananea derramada por alevosos asesinos.
¿Qué espantoso crimen habían cometido los mineros para ser cazados como bestias salvajes?
Un crimen realmente y muy grande, un monstruoso crimen: el de reclamar su derecho con las manos vacías. Ese es el crimen de los pueblos sometidos y esclavos. Ese es el crimen que expía el pueblo mexicano desde hace más de treinta años.
Los derechos no se reclaman cruzándose de brazos, sino con el hierro y con el fuego. Ármense los obreros y reclamen sus derechos sólo así se conquista la libertad y el bienestar.”
-Ricardo Flores Magón, artículo publicado en el periódico Tierra y Libertad, en 1908/ Foto: mineros amotinados momentos antes de la matanza; en el fondo se observa a los empresarios armados y al dueño de la mina, W. C. Greene, tratando de contener la rebeldía de los trabajadores.